Evangelio del XVIII Domingo del T.O., según San Agustín

En este evangelio piden que Jesús medie en un conflicto relacionado con una herencia. Él invita a que no nos dejemos llevar por la codicia.

Hoy a Jesús le piden que medie en un conflicto muy humano: el reparto de la herencia entre dos hermanos. Jesús aprovecha para invitarnos a que no nos dejemos llevar por la codicia, a no buscar los bienes de la tierra y nos olvidemos de lo importante: ser ricos ante Dios llenando de él. Como nos dice San Agustín un árbol bueno da buenos frutos. Un corazón lleno de Dios buscará siempre llevar a los demás ese amor de Dios y así tendrá muchos bienes, los bienes del reino de los cielos.

Codicia

El Señor Jesús, que otorga el amor, desaprueba la codicia. En efecto, quiere arrancar el árbol malo y plantar el bueno. El amor mundano no produce ningún fruto bueno; el divino, ninguno malo. Son estos los dos árboles de los que dijo el Señor: El árbol bueno no produce
frutos malos; en cambio, el malo da frutos malos. Por tanto, mi palabra, cuando procede de Dios, el Señor, es la seguir puesta a la raíz del árbol malo. La palabra misma del santo evangelio que ha resonado hirió a los malos árboles; los poda, no los tala.

Pues has de saber que no te conviene lo que no quiso que tuvieras quien te creó. El Señor no quiere que haya en nosotros codicia mundana. Nadie, por tanto, diga: «Busco lo mío, no lo ajeno». Guardaos de toda codicia. Si amas demasiado tus bienes perecederos, pierdes sin duda tus bienes imperecederos. «Yo – dices – no quiero ni perder lo mío ni quitar lo ajeno». Excusa propia de cierta codicia, no honra del amor.

Amor

Del amor se dijo: No busca el bien lo propio, sino el de los demás. No busca su comodidad, sino la salvación de los hermanos. Si prestasteis atención y lo advertisteis, también el que recurrió al Señor buscaba lo que era suyo, no lo ajeno. Su hermano se había llevado todo y
no le había restituido la parte que le correspondía.

Vio al Señor justo – pues no podía haber encontrado mejor juez – y acudió a él diciéndole: Señor, di a mi hermano que reparta conmigo la herencia. ¿Hay algo más justo? «Que tome él su parte y me deje a mí la mía. Ni todo para mí, ni todo para él, pues somos hermanos».

Concordia

Si viviesen en concordia, tendrían siempre entera la herencia que querían dividir. Todo lo que se divide, disminuye. Si viviesen concordes y en armonía en su casa, como cuando estaba en vida su padre, cada uno poseería la herencia entera. Si, por ejemplo, tenían dos quintas, las dos serían de ambos y a quien preguntase por ellas responderían que eran suyas.

Si preguntases a uno de ellos: «¿De quién es esta quinta?», respondería: «Nuestra». Y si siguieses preguntando: «¿De quién es la otra?», respondería de igual forma: «Nuestra». Si, por el contrario, cada uno se hubiese quedado con una, disminuiría la posesión, cambiaría la respuesta. Si entonces preguntases: «¿De quién es esta quinta?», te respondería: «Mía». ¿Y la otra? «De mi hermano». Al dividir la herencia, no adquiriste una, sino que perdiste otra. Así, pues, como le parecía que era justa su codicia, puesto que reclamaba su parte en la herencia y no deseaba la ajena, como presumiendo de la justicia de su causa, acudió a un juez justo.

Tú piensas que te guardas de la codicia del bien ajeno; yo te digo: Guardaos de toda codicia. Tú quieres amar con exceso tus cosas y por ellas bajar el corazón del cielo; queriendo atesorar en la tierra, pretendes oprimir a tu alma. El alma tiene sus propias riquezas, como también la carne las suyas.

Sermón 107 A, 1.

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