Evangelio del Domingo de la Sma, Trinidad, según San Agustín

En este domingo de la Trinidad, San Agustín nos acompaña con la oración final que escribe en su libro La Trinidad.

En este domingo de la Trinidad, San Agustín nos acompaña con la oración final que escribe en su libro La Trinidad. En ella alaba a Dios que, nos anima a usar nuestra inteligencia para buscarle. Por eso, debemos reconoce que nuestros dones son regalos que Dios nos dio para que le busquemos y, buscándole, podamos contemplar siempre su rostro.

Padre

Señor y Dios mío, en ti creo, Padre, Hijo y Espíritu Santo. No diría la Verdad: Id, a todas las gentes en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, si no fueras Trinidad. Y no mandarías a tus siervos ser bautizados, mi Dios y Señor, en el nombre de quien no es Dios y Señor. Y si Vos, Señor, no fuerais al mismo tiempo Trinidad y un solo Dios y Señor, no diría la palabra divina: Escucha, Israel; el Señor, tu Dios, es un Dios único. Y Si tú mismo fueras Dios Padre y fueras también Hijo, tu palabra Jesucristo, y el Espíritu Santo fuera vuestro Don, no leeríamos en las Escrituras canónicas: Envió Dios a su Hijo; y tú, ¡oh Unigénito!, no dirías del Espíritu Santo: Que el Padre enviará en mi nombre; y: Que yo os enviaré de parte del Padre.

Búsqueda

Fija la mirada de mi atención en esta regla de fe, te he buscado según mis fuerzas y en la medida que tú me hiciste poder, y anhelé ver con mi inteligencia lo que creía mi fe, y disputé y me afané en demasía. Señor y Dios mío, mi única esperanza, óyeme para que no sucumba al desaliento y deje de buscarte; ansíe siempre tu rostro con ardor.

Dame fuerzas para la búsqueda, tú que hiciste te encontrara y me has dado esperanzas de un conocimiento más perfecto. Ante ti está mi firmeza y mi debilidad: sana ésta, conserva aquélla. Ante ti está mi ciencia y mi ignorancia; si me abres, recibe al que entra; si me cierras el postigo, abre al que llama. Haz que me acuerde de ti, te comprenda y te ame. Acrecienta en mí estos dones hasta mi reforma completa.

Cantar tus alabanzas

Sé que está escrito: En las muchas palabras no estás exento de pecado. ¡Ojalá sólo abriera mis labios para predicar tu palabra y cantar tus alabanzas! Evitaría así el pecado y adquiriría abundancia de méritos aun en la muchedumbre de mis palabras. Aquel varón amado de ti no habrá, ciertamente, aconsejado el pecado a su verdadero hijo en la fe, cuando le escribe: Predica la palabra, insiste a tiempo y a deshora. ¿Acaso se podrá decir que no habló mucho el que oportuna e importunamente anunció, Señor, tu palabra? No, no era mucho, pues todo era necesario. Líbrame, Dios mío, de la muchedumbre de palabras que padezco en mi interior, en mi alma, mísera en tu presencia y acogida a tu misericordia.

Cuando callan mis labios, no guardan mis pensamientos silencio. Y si sólo pensara en las cosas que son de tu agrado, no te rogaría me librases de la abundancia de mis palabras. Pero muchos son mis pensamientos; tú los conoces; son pensamientos humanos, pues vanos son. Otórgame no consentir en ellos, sino haz que pueda rechazarlos cuando siento su caricia; nunca permitas me detenga adormecido en sus halagos. Jamás ejerzan sobre mí su poderío ni pesen en mis acciones. Con tu ayuda protectora sea mi juicio seguro y mi conciencia esté al abrigo de su influjo.

Hablando el Sabio de vos en su libro, hoy conocido con el nombre de Eclesiástico, dice: «Muchas cosas diríamos sin acabar nunca; sea la conclusión de nuestro discurso: Él lo es todo».

Cuando arribemos a tu presencia, cesarán estas muchas cosas que ahora hablamos sin entenderlas, y tú permanecerás todo en todos, y entonces modularemos un cántico eterno, loándote a un tiempo unidos todos en ti.

Señor, Dios uno y Dios Trinidad, cuanto con tu auxilio queda dicho en estos mis libros conózcanlo los tuyos; si algo hay en ellos da mi cosecha, perdóname tú, Señor, y perdónenme los tuyos. Así sea.

La Trinidad XV, 28, 51

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