Evangelio del Domingo del Corpus Christi, según San Agustín

En el domingo del Corpus Christi, San Agustín anima a que preparemos el corazón cuando recibimos la comunión, porque Él está allí presente.

En este domingo del Corpus Christi, San Agustín nos anima a que preparemos el corazón cuando recibimos al mismo Señor en la comunión. Él está allí presente. Por eso nos invita a que reconozcamos su presencia y que no creamos que los que asistieron a la última cena eran conscientes de lo que vieron. Ellos no entendieron bien el regalo que les hacía Jesús. Nosotros, ahora, somos conscientes del gran don que nos dejó: su presencia real para que nos sirva de alimento para el camino hacia Dios.

Llamados a esta cena

Bienaventurados los que no ven y creen. Hermanos míos, nosotros, llamados a esta cena, no nos sentimos impedidos por estas cinco parejas. En efecto, no hemos deseado ver actualmente el rostro físico del Señor, ni hemos anhelado oír con nuestros oídos la palabra procedente de su boca corporal, ni hemos buscado en él el aroma temporal; cierta mujer lo vertió sobre él con un ungüento de gran valor que llenó de perfume toda la casa, pero nosotros no estuvimos allí. Ved que no lo olimos, pero hemos creído. Dio a sus discípulos la cena consagrada con sus manos; pero nosotros no estuvimos recostados a la mesa en aquel convite y, no obstante, a través de la fe, participamos a diario de la misma cena.

Y no tengáis por cosa grande el haber asistido, sin fe, a la cena ofrecida por las manos del Señor, puesto que fue mejor la fe posterior que la incredulidad de entonces. Allí no estuvo Pablo, que creyó; sin embargo, estuvo Judas, que lo entregó. ¡Cuántos incluso ahora en la misma cena – aunque no vean la mesa de entonces, ni perciban con sus ojos, ni gusten con su paladar lo que el Señor tuvo en sus manos -, cuántos aún ahora comen y beben su propia condenación, puesto que la cena que hoy se prepara es idéntica a aquella!

En torno a la mesa

Mas ¿cómo se presentó al Señor la ocasión para hablar de esta cena? Uno de los que estaban a la mesa – pues se hallaba en un banquete al que había sido invitado – había dicho: Bienaventurado quien coma el pan en el reino de Dios. Este suspiraba por alimentos que creía distantes, siendo así que el mismo pan estaba a la mesa ante él. Pues ¿quién es el pan del reino de Dios sino el que dice: Yo soy el pan vivo que he descendido del cielo? No prepares el paladar, sino el corazón. De aquí ha surgido el recomendar esa cena: ved que hemos creído en Cristo, lo recibimos con fe. Al recibirlo, sabemos en qué pensamos.

Recibimos poca cosa, pero nuestro corazón se sacia. No alimenta, pues, lo que se ve, sino lo que se cree. Por tanto, no pedimos tampoco el testimonio de un sentido exterior, ni he dicho: «Si creyeron los que vieron al Señor resucitado – si es verdad lo que se dice -, fue porque le vieron con sus ojos y palparon con sus manos; pero nosotros que no le hemos tocado, ¿cómo vamos a creer?» Si esto pensáramos, esas cinco parejas de bueyes nos estarían impidiendo asistir a la cena. Y para que veáis, hermanos, que la referencia no era al deleite de estos cinco sentidos, que arrastra y da origen a la voluptuosidad, sino a cierta curiosidad, no dijo: He comprado cinco yuntas de bueyes y voy a apacentarlas, sino voy a probarlas. 

Quien quiere probarlas, quiere salir de la duda mediante las yuntas de bueyes, del mismo modo que Santo Tomás quiso salir de ella por idéntico camino. «Veré, tocaré, introduciré mis dedos». Jesús le replica: «Mira, mete tus dedos en mi costado y no seas incrédulo. Fui a la muerte por ti; por el lugar que quieres tocar derramé la sangre para redimirte y, a pesar de ello, ¿dudas todavía de mí, salvo que me toques? Bien, te concedo incluso eso; te lo muestro. Toca y cree. Descubre el lugar de mi llaga y cura la herida de tu duda».

Sermón 112, 4-5

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