
En este día en el que conmemoramos a los fieles difuntos, San Agustín nos ayuda a pensar sobre la vida eterna. Todos queremos vivir, por eso, San Agustín nos ayuda a reflexionar que sobre todo queremos la felicidad. Esa felicidad solo la podremos encontrar en Dios. Y vemos que, si nos esforzamos en la vida presente, cuánto más nos tenemos que esforzar en buscar la vida eterna, para vivir siempre felices en Dios.
A los hombres a los que les agrada vivir en esta tierra se les prometió vida; y como temen tanto morir, se les prometió eterna. ¿Qué te agrada? Vivir. Lo tendrás. ¿Qué temes? Morir. No sufrirás la muerte. Pareció suficiente que a la debilidad humana se le dijera: «Tendrás vida eterna».
La felicidad
Esto lo entiende la mente humana; a partir de lo que obra, se hace cierta idea del futuro. Pero ¿qué llega a conocer a partir de cosa tan insignificante como lo que ella obra? Que vive y que no quiere morir; que ama la vida eterna, que quiere vivir por siempre y no morir nunca. En cambio, los que serán castigados y atormentados querrán morir y no podrán. Por tanto, no es gran cosa tener una vida larga o vivir por siempre: lo realmente grande es vivir en la felicidad.
La vida eterna
Amemos la vida eterna, y aprendamos cuánto debemos esforzarnos por alcanzar la vida eterna al ver que los hombres que aman la presente vida temporal que alguna vez ha de acabar se fatigan tanto por ella que cuando les sobreviene el miedo de la muerte hacen cuanto está en sus manos, no para eliminarla, sino para diferirla. ¡Cuántos esfuerzos hace el hombre cuando la muerte llama a su puerta! Trata de huir, de ocultarse, da todo lo que posee para rescatarse, se fatiga, soporta indecibles dolores y molestias, acude a médicos y hace cuánto está en su poder.
Ved que, tras haber agotado sus fuerzas y recursos, puede lograr conseguir un poco más de vida, pero no vivir por siempre. Por tanto, si se emplea tanta fatiga, tantos esfuerzos, tantos gastos, tanto tesón, tanto insomnio, tantos cuidados para alargar un poco la vida, ¡cuánto no habrá que hacer para vivir por siempre! Y si se considera juiciosos a los que recurren a todos los medios para retrasar la muerte y vivir unos pocos días más, ¡qué necios son los que viven de tal modo que pierden el día eterno!
El presente
Así, pues, esto es lo único que se nos puede prometer: que de alguna manera sintamos la dulzura del don de Dios en lo que tenemos ahora, puesto que don suyo son la vida y la salud. Por tanto, puesto que se nos promete la vida eterna, pongamos ante nuestros ojos la vida presente para eliminar de ella todo lo que aquí encontramos molesto. Pues nos es más fácil descubrir lo que no habrá allí que lo que habrá. Fijaos: aquí vivimos, viviremos también allí; aquí estamos sanos cuando no nos hallamos enfermos ni nos duele nada en el cuerpo, también allí estaremos sanos.
Asimismo, cuando en esta vida nos va bien, no sufrimos mal alguno; tampoco los padeceremos allí. Imagínate aquí, por tanto, a un hombre vino, sano, que no sufre mal alguno: si alguien le concediese estar siempre así, y si ese estado no conociese término, ¡cuánto gozaría! ¡Qué exaltación no le causaría! ¡Cómo no se apoderaría de él esa alegría sin penas, sin dolor, en una vida sin fin! Si Dios nos hubiese prometido solo lo que he indicado, lo que ahora he descrito y encarecido con las palabras que he podido, ¿a qué precio, si se vendiera, no habría que comprarlo y qué no habría que pagar por adquirirlo?
Sermón 127, 1-2
