
Jueves Santo, Viernes Santo, Sábado Santo y Domingo de Resurrección son cuatro días que cambiaron la Historia y que cada año los cristianos celebramos para recordar la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús. Ofrecemos una reflexión de cada uno de estos días, desde la perspectiva de la espiritualidad agustiniana y con la intención de que ayuden al lector a entender mejor su fe y a vivir con más sentido estos días.
Este es el día que hizo el Señor, nos recuerda gozosamente la liturgia. La resurrección cambió el pulso y el curso de la humanidad. A primera vista, parece que todo haya quedado igual, que el mal continúa produciendo charcos de sangre y de lágrimas. El Resucitado, sin embargo, es la respuesta a nuestra torre de preguntas, la confianza frente a la duda y el grito de protesta. “Caminamos en la experiencia de la fatiga, pero en la esperanza del descanso; en la carne de la vejez, pero en la fe de la novedad” (Carta 55, 26).
Júbilo y canto
Para hablar de la resurrección nos faltan palabras. San Agustín expresa la necesidad de no poder hablar y no poder callar sobre Dios. El silencio debe suplirse por el júbilo y el canto. “Es inefable lo que no puedes expresar con palabras. Pero si no lo puedes pronunciar, y tampoco lo debes callar, ¿qué queda, sino que te desahogues en el júbilo, para que, sin palabras, se regocije tu corazón, y el campo inmenso de las alegrías no quede aprisionado por los límites de las sílabas? Cantadle bien con júbilo”. (Comentario al Salmo 32, II, 1, 8)
La historia de Jesús no concluye en una cruz izada en la cumbre del Gólgota, sino que la cruz es el mástil de la esperanza invencible. “Dios venció a la muerte para que la muerte no venciera al hombre” (Tratados sobre el evangelio de San Juan 14, 13).
Domingo de alegría, Dios es alegría. Hay alegrías efímeras, la alegría de la Pascua es indestructible, inacabable, sanadora. “Corazón alegre favorece la curación, ánimo abatido seca los huesos”, recuerda el libro de los Proverbios (17, 22). Existe la alegría posible y la imposible. Basta cerrar los ojos, sentir el dolor que a veces nos habita y cumplir el recado de poner el oído al latir del propio corazón
Mientras somos peregrinos, la muerte y la vida, la justicia y la injusticia forman parte del mundo en que vivimos, pero el Resucitado es ya – en palabras del P. Rahner – “el corazón del mundo”.
La esperanza, una responsabilidad
A pesar del aliento que desprenden los mensajes del papa Francisco, vivimos tiempos de resignación y desencanto. Convivimos con la locura de la guerra y de la violencia. La Iglesia no puede olvidar que tiene “la responsabilidad de la esperanza” (J. Moltmann). Antes que lugar de culto o instancia moral, la Iglesia ha de entenderse como “comunidad de la esperanza”, testigo del Resucitado. Por eso “los cristianos – en expresión de Ignacio IV, que fue patriarca de Antioquía – deberían ser reserva inagotable de esperanza”, en esta tierra de soledades y viento frío.
La Iglesia está llamada a ser reserva y pregonera de esperanza por su compromiso con el sufrimiento y la exclusión de los golpeados. Ser cristiano obliga a fijar los ojos en las periferias, en esa humanidad sufriente que – antes de la resurrección final – lucha por salir de su pozo actual de indigencia. Cantar Aleluya sin tener en cuenta a las personas desesperanzadas, sería síntoma de una sociedad enferma que busca construirse de espaldas al dolor (cf. Frateli tutti, 65) o tener el corazón anestesiado.