119. La formación permanente recibe su sentido fundamental de la necesidad de cultivar y revitalizar continuamente la gracia de la propia vocación. Como nos recuerda Agustín: “Donde dijiste: ‘basta’, allí comenzó tu perdición”. Esta es la razón por la que tenemos que avivar continuamente nuestra vida espiritual, encontrar cada día un renovado sentido a la vida común y a la fraternidad, y remozar incansablemente nuestra misión de anunciar el Evangelio.
120. Cada hermano debe ser totalmente consciente de que la renovación y la formación son un desafío para toda la vida. La formación permanente debe incluir todos los aspectos importantes tanto de nuestra vida humana como religiosa.
121. La formación permanente nos ha de llevar a vivir el propio trabajo y darle sentido religioso. De este modo hallaremos en él una verdadera dimensión contemplativa y sabremos cómo aprovechar todas las posibilidades que se presenten, llenos de un verdadero deseo de renovación.
El esfuerzo por una auténtica renovación es hoy y quizás lo sea más que nunca (ante el cambio acelerado de la cultura, la sociedad y la Iglesia misma; sin olvidar el problema de la multiculturalidad y el reto de la inculturación). Y, aunque no es fácil, es todavía posible (tenemos un rico patrimonio humano y espiritual capaz de afrontar el desafío). Conscientes de ello y sin olvidar los logros de los últimos tiempos debemos seguir caminando y dejarnos interpelar, una vez más, por las palabras de Nuestro Padre San Agustín:
“Somos al mismo tiempo perfectos e imperfectos. Perfectos en nuestra condición de caminantes, imperfectos porque aún no hemos llegado a la meta… Avanzad, hermanos míos, examinaos honestamente una y otra vez. Poneos a prueba. No estéis satisfechos con lo que sois si queréis legar a lo que aún no sois. Porque donde te consideras satisfecho de ti mismo, allí quedarás parado. Si dices «basta», entonces estás acabado. Así pues, añade siempre algo más, avanza sin parar, progresa siempre” (S. 169, 15 y 18).