Evangelio del XXII Domingo del T.O., según San Agustín

En el evangelio de hoy Jesús da una lección de humildad en casa de uno de los principales fariseos que le habían invitado para comer.

En el evangelio de este domingo vemos a Jesús en casa de uno de los principales fariseos que le habían invitado para comer. Y, viendo cómo se comportaban los invitados, nos da una gran lección: la humildad. No ambicionar los mejores puestos, no creernos muy importantes. Por eso, San Agustín nos invita a hacer una reflexión sobre cómo debemos abrazar la humildad, vivir nuestra vida desde la misma humildad con la que vivió Jesús que siendo el Hijo de Dios, fue capaz de entregarse a la muerte. Por eso, fue exaltado a lo más alto del cielo.

Humildad

Quisiera, mi Dióscoro, que te sometieras con toda tu piedad a este Dios y no buscases para perseguir y alcanzar la verdad otro camino que el que ha sido garantizado por aquel que era Dios, y por eso vio la debilidad de nuestros pasos. Ese camino es: primero, la humildad;
segundo, la humildad; tercero, la humildad; y cuantas veces me preguntes, otras tantas te diré lo mismo. No es que falten otros que se llaman preceptos; pero si la humildad no precede, acompaña y sigue todas nuestras buenas acciones, para que miremos a ella cuando
se nos propone, nos unamos a ella cuando se nos allega y nos dejemos subyugar por ella cuando se nos impone, el orgullo nos lo arrancará todo de las manos cuando nos estemos ya felicitando por una buena acción.

Porque los otros vicios son temibles en el pecado, más el orgullo es también temible en las mismas obras buenas. Pueden perderse por el apetito de alabanza las empresas que laudablemente ejecutamos. Sigamos, pues, los caminos que él nos mostró, sobre todo el de la humildad. Tal se hizo él para nosotros. Nos mostró el camino de la humildad con sus preceptos y lo recorrió él mismo padeciendo por nosotros. No hubiera sufrido si no se hubiera humillado.

¿Quién sería capaz de dar muerte a Dios si él no se hubiese rebajado? Cristo es, en efecto, Hijo de Dios, y el Hijo de Dios es ciertamente Dios. Él mismo es el Hijo de Dios, el Verbo de Dios, de quien dice San Juan: En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios y el Verbo era Dios.

El Verbo se hizo carne

Él estaba al principio junto a Dios. Por él fueron hechas todas las cosas y sin él no se hizo nada. ¿Quién daría muerte a aquel por quien todo fue hecho y sin el cual nada se hizo? ¿Quién sería capaz de entregarle a la muerte si él mismo no se hubiese humillado? Pero ¿cómo fue esa humillación? Lo dice el mismo Juan: El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros. El Verbo de Dios no podría ser entregado a la muerte.

Habitó entre nosotros

Para que pudiera morir por nosotros lo que no podía morir, el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros. El inmortal asumió la mortalidad para morir por nosotros, para con su muerte dar muerte a la nuestra. Esto hizo Dios; esto nos concedió. El grande se humilló; después de humillado se le dio muerte; muerto, resucitó y fue exaltado, para no abandonarnos muertos en el infierno, sino para exaltarnos consigo en la resurrección final a quienes exaltó ahora mediante la fe y la confesión de los justos. Nos dejó la senda de la humildad.”

Carta 118, 22 y Sermón 23 A, 3-4.

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