Siguiendo con el discurso del pan vivo que ha bajado del cielo, San Agustín nos habla de la vida que nos da a través de su propio cuerpo. Cuando comemos a Cristo, tenemos en nosotros vida. Un pequeño trozo de su cuerpo, es la totalidad del mismo Cristo. Por eso, comulgar a Cristo, transforma nuestra vida al abrir a su misma vida divina. Y comer su cuerpo nos hace permanecer en su amor y nuestra boca se llenará de su alabanza.
Invitación
¿Qué palabras habéis oído de boca del Señor invitándonos? ¿Quién invitó? ¿A quiénes invitó y qué preparó? Invitó el Señor a sus siervos, y les preparó como alimento a sí mismo. ¿Quién se atreverá a comer a su Señor? Con todo, dice: Quien me come vive por mí. Cuando se come a Cristo, se come la vida. Ni se le da muerte para comerlo, sino que él da la vida a los muertos.
Sin miedo
Cuando se le come, da fuerzas, pero él no mengua. Por tanto, hermanos, no temamos comer este pan por miedo de que se acabe y no encontremos después qué comer. Sea comido Cristo; comido vive, puesto que muerto resucitó. Ni siquiera lo partimos en trozos cuando lo comemos. Y, ciertamente, así acontece en el sacramento, y saben los fíeles cómo comen la carne de Cristo: cada uno recibe su porción, razón por la que esas porciones reciben el nombre mismo de gracia. Se le come en porciones, y permanece todo entero; en el sacramento se le come en porciones, y permanece todo entero en el cielo, todo entero en tu corazón. En efecto, todo él estaba junto al Padre cuando vino a la Virgen; la llenó, pero sin apartarse de él. Venía a la carne, para que los hombres lo comieran y, a la vez, permanecía íntegro junto al Padre, para alimentar a los ángeles.
Para que lo sepáis, hermanos – que ya lo sabéis, y quienes no lo sabéis debéis saberlo -, cuando Cristo se hizo hombre, el hombre comió el pan de los ángeles. ¿De dónde, cómo, por qué camino, por mérito de quién, por qué dignidad iba a comer el hombre pan de los ángeles a no ser que el creador de los ángeles se hiciera hombre? Comámoslo, pues, tranquilos; no se consume lo que comemos, y comámoslo para no consumirnos nosotros. ¿En qué consiste comer a Cristo? No consiste solamente en comer su cuerpo en el sacramento, pues muchos lo reciben indignamente, de los cuales dice el Apóstol: Quien come el pan y bebe el cáliz del Señor indignamente, come y bebe su condenación.
Permaneced en mí
Pero ¿cómo hay que comer a Cristo? Como él mismo indica: Quien come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él. Por tanto, si él permanece en mí y yo en él, es entonces cuando come, es entonces cuando bebe; quien, en cambio, no permanece en mí ni yo en él, aunque reciba el sacramento, lo que consigue es un gran tormento. Lo que él dice: Quien permanece en mí, lo repite en otro lugar: Quien cumple mis mandamientos permanece en mí y yo en él. Ved, pues, hermanos, que, si los fieles os separáis del cuerpo del Señor, hay que temer que muráis de hambre. En efecto, él mismo dijo: Quien no come ni bebe mi sangre, no tendrá en sí vida. Si, pues, os separáis hasta el punto de no tomar el cuerpo y la sangre del Señor, es de temer que muráis; en cambio, si lo recibís y bebéis indignamente, es de temer que comáis y bebáis vuestra condenación.
Vivid bien
Os halláis en grandes estrecheces; vivid bien, y esas estrecheces se dilatarán. No os prometáis la vida si vivís mal; el hombre se engaña cuando se promete a sí mismo lo que no le promete Dios. Mal testigo, te prometes a ti mismo lo que la Verdad te niega. ¿Dice la Verdad: «Si vivís mal, moriréis para siempre», y tú te dices: «Vivo ahora mal y viviré por siempre con Cristo» ¿Cómo puede ser posible que mienta la Verdad y tú digas la verdad? Todo hombre es mentiroso. Así, pues, no podéis vivir bien si él no os ayuda, si él no os lo otorga, si él no os lo concede. Por tanto, orad y comed de él. Orad y os libraréis de esas estrecheces. De hecho, él os llenará al obrar el bien y al vivir bien. Examinad vuestra conciencia. Vuestra boca se llenará con la alabanza y el gozo de Dios, y, una vez liberados de tan grandes estrecheces, le diréis: Has librado mis pasos debajo de mí y no se han desdibujado mis huellas.
Sermón 132 A