Evangelio del III Domingo de Adviento, según San Agustín

En el tercer domingo del Adviento, el evangelio muestra a Juan como una luz que ilumina, como una voz que allana los caminos del Señor.

En este tercer domingo del Adviento, el evangelio nos muestra a Juan como una luz que ilumina a las gentes, como una voz que allana los caminos del Señor. San Agustín nos lo explica como que es la luz que, iluminada por la auténtica Luz, ilumina a los demás. Así debería ser también nuestra vida de fe. Una vez que nos hemos acercado a Cristo, una vez que nos hemos dejado encendido por esa gran Luz, deberemos ser pequeñas lámparas que iluminar el camino de nuestros hermanos para que encuentren el camino hacia el Señor.

Luz

Asumió, pues, Dios al hombre, a quien los hombres podían ver, para que, curándose por la fe, vieran luego lo que entonces no podían ver. Mas para que nadie pensara que el hombre Cristo no era Dios, pues aparecía visiblemente, y se le atribuyese una gracia y sabiduría propia de hombre, aunque con gran perfección, hubo un hombre enviado por Dios, cuyo nombre era Juan. Este vino para que diese testimonio de la luz, para que todos creyeran por él. No era él la luz, pero vino para dar testimonio de la luz. 

Un hombre tan grande debió dar testimonio de aquel que no era sólo hombre, sino también Dios, para que entre los nacidos de mujer nadie surgiera mayor que Juan Bautista. De ese modo, aquel sobre quien daba testimonio Juan, más grande que los demás, era mayor precisamente porque no era sólo hombre, sino también Dios.

Juan

Juan era, pues, también luz, pero una luz tal, cual el mismo Señor proclamó al decir: Él era una lámpara ardiente y brillante. Eso dijo también a sus discípulos: Vosotros sois la luz del mundo; y para mostrar qué género de luz eran, añadió: Nadie enciende una lámpara y la pone bajo el celemín, sino sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa; así brille vuestra lámpara delante de los hombres. Tales semejanzas se ofrecen para que entendamos, si podemos (y si no podemos aún, creamos sin vacilación), que el alma racional no posee la misma naturaleza de Dios. Esta es inmutable.

Pero la humana puede ser iluminada, participando de la luz divina: las lámparas necesitan ser encendidas y pueden extinguirse. Así, cuando se dice de Juan: No era la luz, se refiere a la luz que no se enciende por participación de otra luz, sino a aquella de la que se encienden, participando de ella, todas las que se encienden de ella.

Cristo

Sigue luego: Él era la luz verdadera. Y como si buscásemos una distinción entre la luz verdadera y la luz iluminada, esto es, entre Cristo y Juan, añade: Era la luz verdadera, que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. Si ilumina a todo hombre, luego también a Juan. Y para poner mejor de relieve la divinidad de Cristo, aumentando la distancia, dice: Estaba en este mundo, y el mundo fue hecho por El, y el mundo no le conoció. 

Quien no le conoció no fue el mundo que fue hecho por El; sólo la criatura racional tiene la potencia de conocer, aunque también haya sido hecho por El este mundo visible, esto es, el cielo y la tierra. Cuando reprocha al mundo que no lo haya conocido, se refiere a los infieles, establecidos en el mundo.

Carta 140, 7-8

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