Jueves Santo, Viernes Santo, Sábado Santo y Domingo de Resurrección. Son cuatro días que cambiaron la Historia y que cada año los cristianos celebramos para recordar la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús. Ofrecemos una reflexión de cada uno de estos días, desde la perspectiva de la espiritualidad agustiniana y con la intención de que ayuden al lector a entender mejor su fe y a vivir con más sentido estos días.
¿Hemos caído en la cuenta de que en nuestros días la cruz de Cristo, la figura de Cristo crucificado ha sido con frecuencia reducida a un simple objeto de decoración o de lujo o a veces a una fría pieza de arte tal vez de gran valor, pero carente de significado? ¿No nos parece que por haber repetido tantas veces su figura este Cristo clavado en la cruz se nos ha vuelto rutinario?
Los seres humanos somos una gran paradoja viviente: por un lado necesitamos de las manifestaciones externas para llegar al significado de las cosas, pero por otro, estas mismas manifestaciones, una vez generalizadas o comercializadas, nos cierran cruelmente el paso hacia la comprensión del significado profundo de estas mismas cosas o realidades.
Detengámonos hoy, Viernes Santo, a reflexionar seriamente sobre un hecho ya archisabido, pero tal vez nunca suficientemente profundizado: Cristo, en la cruz, dio su propia vida para dar la vida al mundo. Gracias a esta muerte y a la gloriosa resurrección que le siguió, los creyentes podemos proclamar con alegría que hemos sido salvados. Ahí está el núcleo, el centro de toda la verdad cristiana que podría sintetizarse así: «Existe un Dios salvador y una humanidad salvada» y esta gran verdad nos la ha descubierto Jesús.
Los cristianos no podemos permitir de ninguna manera que el egoísmo y el odio triunfen en una humanidad que ha sido salvada por el amor de Dios y la donación total de Jesucristo.
Pedagogía de la cruz
No convirtamos la cruz en un objeto rutinario. Ella es el signo del amor de Dios a los hombres y el inicio de nuestra salvación. En este día de Viernes Santo, ante la Cruz de la Salvación y ante el Salvador crucificado, déjanos decirte, con inmensa gratitud:
Gracias, Jesús, por tu pasión, por tu muerte y por tu resurrección. Gracias, Jesús, por tu amor, que te llevó a dar la vida para hacer triunfar la vida. Me amaste y te entregaste por mí. No me canso de admirar, no me canso de meditar, no me canso de agradecer.
Asumiste nuestro dolor y ya los dolores no duelen tanto. ¡Qué maravillosa es tu medicina! Asumiste, hoy Viernes Santo, nuestras angustias y amarguras, nuestras depresiones y vacíos, y ya la noche del alma se ha iluminado. Ya no hay lugar para la desesperanza. Todos nuestros sufrimientos han sido redimidos y pueden llegar a ser redentores.
Asumiste nuestro pecado, ¡qué terrible peso!, pero ya están borrados y perdonados. Podemos decir al pecador más grande: Confía, hijo, ya estás liberado, eres un hombre nuevo; confía, hijo, no mires más al pasado, Dios ya no se acuerda, la vida empieza de nuevo; confía, hijo, el cielo se abre para ti, ya estás en el paraíso.
Fuiste, Señor, capaz de bajar a nuestros infiernos, y te quedaste con todas llaves de sus puertas. Señor de la luz y de la vida, eres el gran libertador. Todas las losas sepulcrales que aplastaban al hombre están removidas, todos los prisioneros que gemían en los infiernos están rescatados; ya todos pueden salir de sus sepulcros.
Gracias, Jesús, amigo nuestro. Si nos has amado tanto, sería una indignidad no responder con amor. Danos capacidad para amar con tu mismo amor. Danos capacidad para amar hasta la muerte. Haznos sentir la victoria de tu amor. Danos tu Espíritu, que es nuestra capacidad y nuestra victoria. Y resucítanos, resucitados ya, oh gran Resucitado. Pero también, Señor, que no se nos olvide, aunque lo escuchemos en verso muy bien armado…
Y te echaste en la cruz, maldición pura,
y subiste a la cruz, manso cordero,
cosido con los clavos al madero,
el expolio, la sangre y la tortura.
Lo vimos sin encanto y hermosura,
una llaga y dolor el cuerpo entero,
oveja destinada al matadero,
desecho de la gente, una basura.
No viniste, Señor, en plan glorioso,
sobrevolando y huyendo la dolencia;
bajaste a nuestro infierno, a la desgracia.
Yo beso tu dolor, sangrante esposo,
que asumes mi dramática existencia,
la salvas con tu amor y con tu gracia.
¡ GRACIAS, SEÑOR CRUCIFICADO !