Jueves Santo, Viernes Santo, Sábado Santo y Domingo de Resurrección. Son cuatro días que cambiaron la Historia y que cada año los cristianos celebramos para recordar la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús. Ofrecemos una reflexión de cada uno de estos días, desde la perspectiva de la espiritualidad agustiniana y con la intención de que ayuden al lector a entender mejor su fe y a vivir con más sentido estos días.
Hoy es Sábado Santo. El día del Silencio, de la Espera. Un día memorable para acompañar a la Madre Dolorosa, que acaba de ver morir al Hijo de las entrañas. Un día de dolor y de oración. Quizás es el día que más nos cuesta, precisamente por eso, porque la invitación es a permanecer en silencio, acompañando a María y a la Iglesia, sin muchas palabras. Nos cuesta callar, enmudecer, estar quietos. Todos necesitamos una cura de silencia, de un silencio que ayude a madurar nuestra fe. Es un silencio terapéutico, saludable, aquel que despierta en nosotros serenidad y lucidez.
La rúbrica del Misal explica brevemente el sentido de este día especial y necesario:
«Durante el Sábado Santo, la Iglesia permanece junto al sepulcro del Señor, meditando su pasión y muerte, y se abstiene del sacrificio de la misa, quedando por ello desnudo el altar «. Y la Iglesia junto al altar desnudo, celebra el Oficio Divino, un oficio impregnado totalmente de reposo y de contemplación. Los salmos del Oficio de lectura hablan del sueño en paz (Salmo 4) y de la carne que descansa serena (Salmo 15), mientras las lecturas, bíblica (Hebreos 4, 1-13) y patrística (homilía sobre el gran sábado), evocan el descenso de Cristo al abismo para dar el reposo definitivo a los patriarcas del Antiguo Testamento ( 1 Pedro 3, 19-20).
Pero hay un salmo, el salmo 23, que pide ya que se alcen las compuertas para que entre el rey de la Gloria, alusión implícita a la Resurrección.
Los Laudes se mantienen entre la espera de la resurrección y la meditación del valor redentor de la muerte de Jesús. La hora intermedia tiene un tono esperanzado con el recuerdo de la luz que brilla después de las tinieblas. Las Vísperas repiten los salmos de la misma hora del Viernes Santo, pero con antífonas que recuerdan las palabras de Jesús alusivas al signo de Jonás y a la destrucción del templo de su cuerpo.
Pero además de todas estas palabras Divinas, inspiradas, reposadas y Santas, déjanos en esta hora, en que te has «muerto», para que no «muramos para siempre», decir unas palabras que nos salen del alma, a ti que reposas en la tierra, antes de germinar para siempre:
Enséñanos a desvivirnos
Ayúdanos, señor, a acoger la vida
que tú nos regalas
y a cultivarla día a día
para hacerla crecer
hasta devolvértela
como un fruto maduro.
Enséñanos a desvivirnos como tú,
silenciosamente,
como el grano de trigo
que cae en tierra y muere
para convertirse en espiga,
para hacerse comunidad,
conscientes al mismo tiempo
de que somos siervos inútiles.
Alienta en nuestro corazón
el amor que guio tu vida entera
al servicio de los hermanos,
como respuesta en fidelidad
a la voluntad del Padre.
Amén.
Y como colofón de este día, que habla en medio del silencio y la espera, contemplamos a María, la oferente:
María, está ofreciendo el cuerpo muerto de su hijo. Es Eucaristía. No hay dolor más grande, ni amor más compasivo, ni entrega más generosa. Su fiat se hace pleno, es un fiat que redime al mundo.
Ella queda en el silencio, porque su Hijo, la Palabra encarnada, ha callado. Es un día de vacío y tristeza, de recuerdo y añoranza. Pero es en este silencio en el que se gesta la vida.
Era un día de descanso: el sabbat. Jesús había trabajado y había sufrido mucho. Ahora descansa en las manos del Padre. Toda la paz y todo el descanso de Dios sobre él.
Era el día de la esperanza. Jesús había hablado del grano de trigo que muere para granar la espiga. Cristo sepultado era el más hermoso grano de trigo. Déjanos, decirte , Señor, en esta última hora, palabras fecundas, no huecas:
Duerme, Jesús, tu sueño es merecido
y nosotros quedamos a la espera
ya todo está cumplido y redimido
y será para siempre primavera.