El tema central de este Evangelio es fácil de escuchar y bastante difícil de realizar: la corrección fraterna. Qué difícil es corregir al que se equivoca, por eso el Señor nos pide que hablemos con dos o tres para que nos escuche.
Pero qué difícil nos resulta también a nosotros corregirnos a nosotros mismos, pedir perdón cuando la ira nos domina. Nos sucede que muchas veces, nos dice San Agustín, que vivimos como cristianos, que cumplimos externamente los deberes del cristiano… pero, ¡qué lejos está nuestro corazón! No pensemos que el día del juicio queda lejos, porque nadie sabe.
Vivamos correctamente nuestros días. Amemos, perdonemos a los demás y corrijamos a nosotros mismos pidiendo perdón cuando nos equivoquemos para poder vivir así el amor de Dios.
Reconocer el error
Hay algo realmente grave. Los hombres desprecian de tal modo la medicina del perdón, que no sólo no perdonan cuando se les ofende, sino que tampoco quieren pedir perdón cuando son ellos los que pecan. Penetró la tentación, se coló la cólera. La ira dominó cuanto pudo de modo que no sólo se alborotó el corazón, sino que la misma lengua vomitó ultrajes y acusaciones graves. ¿No ves hasta dónde te arrastró? ¿No ves a dónde te precipitó? Al menos, corrígete, di: «obré mal; he pecado». Pues no morirás si lo dices. No me creas a mí sino a Dios. ¿Qué soy yo? Soy un hombre, igual que vosotros, llevo la carne, soy un enfermo: creamos todos a Dios. Miraos a vosotros mismos. Cristo mismo, el Señor, dice: -miraos a vosotros mismos- si tu hermano peca, corrígele a solas. Si te escucha, has recuperado a tu hermano; si no te escucha, lleva contigo a otros dos o tres. En la boca de dos o tres testigos tendrá valor toda palabra. Si tampoco los escucha a ellos, adviértelo a la comunidad. Y si tampoco escucha a la comunidad, sea para ti como un pagano y un publicano. El pagano es un gentil, y gentil es aquel que no cree en Cristo. Si no escucha ni a la comunidad, dale por muerto.
Pero he aquí que vive, que entra en la iglesia, que hace la señal de la cruz, que se arrodilla, que ora y que se acerca al altar. A pesar de todo, tenlo por pagano y publicano. No hagas caso de esos falsos signos que da: es un muerto en vida. ¿De qué vive? ¿Cómo vive? Si yo dijera a alguno delante de vosotros: «tú hiciste esto», me responderá en seguida: «¿Tenía alguna importancia? Debía haberme amonestado en privado, debía haberme dicho en privado que he obrado mal, podía haber reconocido mi pecado en secreto. ¿Por qué me arguyes en público?» Pero, si lo he hecho como tú indicas y no te has corregido, ¿qué tienes que oponer? ¿Qué puedes decir, si lo he hecho así, y tú sigues igual; si lo he hecho así y aún crees en tu interior que has obrado bien? ¿Acaso eres tú justo porque él calla? ¿Acaso no hiciste nada malo porque él no juzga de inmediato? ¿No temes: te argüiré? ¿No temes: te pondré ante tu propia vista? ¿Sigues sin tener miedo?
El juicio
«El juicio está lejano» -afirmas-. Ante todo, ¿quién te ha dicho que el día del juicio está lejano? ¿Acaso porque esté lejano el día del juicio está también lejano tu propio juicio? ¿Cómo sabes cuándo ha de llegar? ¿No se echaron muchos a dormir y se quedaron tiesos? ¿No llevamos en nuestra propia carne la misma muerte? ¿Por ventura no somos más frágiles que si fuéramos de vidrio? Pues el vidrio, aunque es frágil, dura mucho tiempo si se le trata con cuidado; de hecho, encuentras copas de abuelos y bisabuelos en las cuales todavía beben los nietos y bisnietos. Tanta fragilidad cuidada ha llegado a ser añosa. Nosotros, por el contrario, somos hombres y caminamos con nuestra fragilidad entre tantas pequeñas muertes cotidianas. Y aunque no nos sobrevenga la muerte repentina, lo cierto es que no podemos vivir por largo tiempo. Toda la vida humana es breve; lo es desde la infancia hasta la decrépita ancianidad.
Sermón 17, 6-7