
Jueves Santo, Viernes Santo, Sábado Santo y Domingo de Resurrección son cuatro días que cambiaron la Historia y que cada año los cristianos celebramos para recordar la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús. Ofrecemos una reflexión de cada uno de estos días, desde la perspectiva de la espiritualidad agustiniana y con la intención de que ayuden al lector a entender mejor su fe y a vivir con más sentido estos días.
Santa María de la Esperanza
Sábado de silencio, de triste quietud, de soledad de María. ¿Quién podría mantener más viva la esperanza de la resurrección de Jesús que su madre?
Ella, conocía en su propia carne que para Dios nada hay imposible. El Padre, y hasta los más amigos, habían abandonado a Jesús, pero las cicatrices de la muerte se iban a cerrar para que los surcos de la sangre se llenaran de vida nueva.
Santa María firme en la esperanza cuando comenzó a sentir el peso de otro cuerpo y otro corazón dentro del suyo y mientras parecía que la losa pesada de un sepulcro hubiera sellado la historia de alguien que fue un cielo en la tierra y soñó con un mundo de hermanos.
Sábado de aparente fracaso de Dios, sábado de búsqueda. Toda búsqueda es insuficiente. Lo saben los científicos y los teólogos. “Cuando un hombre hubiere terminado, entonces comienza (Ecl 18, 6): hasta que lleguemos a esa vida donde seamos llenados de forma que no seamos hechos más capaces, porque seremos tan perfectos que ya no progresaremos, pues se nos mostrará lo que nos basta. Aquí, en cambio, busquemos siempre y el fruto del hallazgo no sea el final de la búsqueda. En efecto, no digo que, porque solo aquí hay que buscar, no hay que buscar siempre; sino que digo que aquí hay que buscar siempre, precisamente para que no supongamos que alguna vez hay
que cesar aquí de la búsqueda” (Tratados sobre el Evangelio de San Juan 63, 1).
El encuentro produce una sed distinta que hay que saciar, un ensanchamiento que pide llenarlo de nuevo. Es más humano buscar la verdad que encontrarla. ¿Vivió también María la noche oscura? El desamparo desde luego que sí por comunión de sentimientos con su hijo abandonado del Padre. María es la mujer doliente al lado de Jesús crucificado. Comparte con él su confianza, pone en manos del Padre la vida de su hijo. Es la hora de la fidelidad, del amor valiente y de la fortaleza casi sobrehumana, porque una madre está más preparada
para morir ella que para asistir a la muerte de su hijo.
Inicialmente, la Virgen de la Esperanza se presentaba como una advocación de gloria unida al anuncio del ángel Gabriel. A partir del siglo XVII, sin embargo, comienza a ser titular de las innumerables hermandades de penitencia que se fueron creando en España. La esperanza de María toma una doble dirección: esperanza en el Hijo que va a nacer y esperanza en la resurrección del hijo crucificado. El arte ha representado de diferente modo los dos sentimientos de María.
También nuestro cuerpo que – aunque máquina admirable necesita de vacunas protectoras, se avería y va apagando poco a poco –, participará de la resurrección. Lo proclamaba san Agustín para persuadir a los más incrédulos. “Esta misma carne que se ve y se palpa; que tiene necesidad de comer y de beber para poder perdurar; esta carne que enferma, que sufre dolores, ha de resucitar” (Sermón 264, 6).
Conocemos nuestro cuerpo del tiempo, desconocemos nuestro cuerpo de eternidad. Existirá una relación entre ambos cuerpos – señalan hoy los teólogos –, pero el resultado final es un misterio.
“Seremos diferentes, claros, bellos,
y seguiremos siendo nosotros, sin
embargo…”
(José María Valverde).