Con los relatos evangélicos en la mano, es poca la información que podemos recoger sobre María. Nos faltan elementos para hacer la biografía de María.
Apuntes salteados, pero, quizá, insuficientes para acercarnos a su figura singular desde la palabra revelada. Se han escrito demasiadas páginas acerca de María para corregir su hermoso himno del Magníficat y se han multiplicado las narraciones que desencarnan a la mujer que hizo posible la encarnación de Dios.
Necesitamos hablar de María con mayor sobriedad. Con el pudor íntimo y la emoción que nos lleva a utilizar las palabras justas para hablar de nuestras madres. Nadie ha engalanado a su madre con títulos que nunca tuvo; el discurso sobre nuestras madres exige intimidad y ausencia de superlativos. Decir madre significa mujer a la que ya no le pertenece su vida y no hay que añadir más, porque sería sumar consideraciones superfluas.
Ante el dogma de la Asunción de María – más que las matizaciones históricas y teológicas – cabe subrayar el acontecimiento de la muerte como victoria, la consumación gozosa de la vida total. La definición dogmática nos comunica la seguridad de que todos formamos parte de una historia de salvación, garantía de una felicidad que no tendrá fin. Felicidad que abarcará por igual nuestro cuerpo y nuestro espíritu. No cabe separar un alma que participe de la vida de Dios, y un cuerpo que solo participará secundariamente del mismo gozo. Es el hombre entero, aunque nos resulte imposible dar más explicaciones y, mucho más, imaginarnos cualquier representación del futuro último.
No somos vagabundos, sino peregrinos en ruta que conocemos la meta, pero incapaces de dibujar ni unos mínimos trazos sobre el escenario del más allá de la muerte. Nuestra humanidad y nuestra carne no van camino de caer en un abismo, sino que confesamos nuestra firme esperanza en la resurrección, la vida sin calendario de caducidad. El 15 de agosto proclamamos que la carne – amada, idolatrada, golpeada, sufriente – será salvada porque, de hecho, ya se ha logrado en una mujer que ha llorado y sufrido como nosotros.
Credo
En el credo decimos, creo en la resurrección de la carne. O, lo que es lo mismo, la salvación de la materia. Siempre será una incógnita pensar en un cuerpo humano glorificado
Las ermitas, santuarios, tallas y advocaciones marianas que llenan la geografía de la Iglesia, son otras tantas llamadas al ejercicio de nuestra fe y esperanza en la propia resurrección. “Allí descansaremos y contemplaremos, contemplaremos y amaremos, amaremos y alabaremos: he aquí lo que será el fin que no tiene término” (La Ciudad de Dios XXII, 30). San Agustín, así lo imaginó y soñó en su corazón. Estamos ante la suprema posibilidad humana de futuro.