A la pregunta de cuál es el mandamiento primero de todos, en este Evangelio (Marcos 12, 28b-34) Jesús hace un buen resumen de la ley: Amar a Dios y amar al prójimo como a uno mismo. En estas dos ideas están contenidas todas las prescripciones de la ley de Dios porque centran toda la vida del cristiano. El amor es el auténtico vínculo que nos une a Dios, a los demás, pero también centra nuestra vida.
San Agustín en este texto de su obra Costumbres de la Iglesia Católica comenta cómo debe vivirse el amor a Dios pasando por el amor a las personas, siendo así el camino más seguro y fácil para llegar a amar a Dios.
Amar a Dios
“No es posible en quien ama a Dios que no se ame a sí mismo; y más diré: que sólo se sabe amar a sí mismo quien ama a Dios. Ciertamente se ama mucho a sí mismo quien pone toda la actividad en gozar del sumo y verdadero bien; y comoya hemos probado que es Dios, es indudable ser mucho lo que se ama a sí mismo quien es amante de Dios. ¿No debe existir entre los hombres vínculo alguno de amor que los una? Más bien es verdad que no hay peldaño más seguro para subir al amor de Dios que la caridad del hombre para con sus semejantes.
Amar al prójimo
Que nos hable del segundo precepto el Señor, quien, preguntado sobre los preceptos de la vida, no habló de uno sólo, sabiendo, como sabía, que es una cosa Dios y otra el hombre, y tan distinta como es la distinción entre el Creador y la criatura, hecha a su imagen. El segundo precepto: Amarás, dice, a tu prójimo como a ti mismo. No será bueno el amor de ti mismo si es mayor que el que tienes a Dios. Y lomismo que haces contigo, hazlo con tu prójimo, con el fin de que él ame a Dios también con perfecto amor.
Pues no le tienes el amor que a ti mismo si no te afanas por orientarle hacia el bien al que tú te diriges; es éste un bien de tal naturaleza, que no disminuye con el número de los que justos contigo tienden a Él. Aquí tienen su origen los deberes que rigen la comunidad humana, en los que no es tan fácil acertar.
Parece ser que al principio el amor divino el que nos atrae con más fuerza; pero, por otra parte, se llega más fácilmente a la perfección que exige menos. Pero lo cierto es que nadie se forje ilusiones de poder llegar a la felicidad, ni a Dios, objeto de sus amores, si desprecia a su prójimo”.
Costumbres de la Iglesia Católica I, XXVI. 48-51